Desde el siglo XIX al menos, mentalidades con buenas intenciones plantean la hipótesis de que el gobierno es decididamente un asunto demasiado serio para confiarlo a los seres hablantes. Mejor sería confiarlo a las cosas. Se gobiernan solas; ¿por qué no gobernarían a los hombres? El político más sabio sería entonces aquel que explicara lo que quieren las cosas; el experto más serio se limitaría a traducir lo que ellas dicen; la estrategia más prometedora se daría como programa la transformación aceptada de los hombres en cosas.
La evaluación encuentra ahí su lugar. En cada etapa ubica los procedimientos más eficaces para que se establezca el gobierno absoluto de las cosas. No sólo capta a los hombres en sus actividades exteriores —evaluar las conductas, los resultados, las producciones, en fin, lo que antiguamente se llamaban las obras—, sino que atrapa a los hombres en lo más íntimo de sus secretos. Lo que se prepara hoy es evaluar a los sujetos como sujetos. Marcarlos para siempre con el sello de lo inerte. Más radicalmente que cualquiera de sus predecesores, el hombre de la evaluación se convierte en cosa, la última de las cosas, la más pasiva de entre ellas, el juguete de todas las fuerzas que pasan.
De lo que se trata aquí es de la política del siglo que viene.