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¿Cómo demonios pudieron escribir las autoras victorianas?

¿Cómo demonios pudieron escribir las autoras victorianas?

«Incluso en el siglo XIX, la mujer vivía casi exclusivamente en su casa y vivía de sus emociones. Y esas novelas del siglo XIX, pese a lo notables que son, están profundamente influenciadas por el hecho consistente en que las mujeres que las escribieron estaban excluidas, por pertenecer al sexo femenino, de ciertas clases de experiencias. Que la experiencia tiene una gran influencia en la novela es indiscutible.

Por ejemplo, las mejores novelas de Conrad no hubieran nacido si el autor no hubiera podido ser marino. Quitemos cuanto Tolstoi sabía de la guerra, en su calidad de soldado, de la vida y de la sociedad, en su calidad de hombre joven y rico y cuya formación le permitía todo género de experiencias, y Guerra y paz quedará increíblemente empobrecida». La experiencia es un grado, también literario, y Virginia Woolf lo sabía. De ahí este fragmento de Las mujeres y la literatura(recopilación de ensayos recién reeditada por Miguel Gómez Ediciones).

Prueba a escribir un novelón, un libro canónico, mientras pelas patatas como Charlotte Brontë, escondes las hojas a hurtadillas en la sala de visitas a lo Jane Austen o cuidas a tu padre como George Eliot (de nombre Mary Anne Evans, por cierto). Escribe de amor sin enamorarte libremente, de escarceos sexuales sin tenerlos, de parajes exóticos sin haber visto más allá del páramo, de trabajo sin ser otra cosa que institutriz; escribe, además, con todo tu poco tiempo y tu escaso dinero disponible. Todo eso, básicamente, resume la necesidad de la habitación propia.

A pesar de todo y de todos, en el siglo XIX hubo autoras ventaneras que supieron mirar; inventar un círculo por el que contemplar el mundo, aunque este tuviera telarañas y mostrase un horizonte obscuro, un poco terrorífico.

Cundía durante la época victoriana en Inglaterra un interés mayúsculo por lo oculto y lo sobrenatural que proporcionó material para muchos relatos aparecidos en los penny dreadfuls (revistas de serie B, de alto consumo y poca enjundia), pero también en las más relevantes publicaciones literarias de la época, como ArgosyTemple BarHousehold Words o All the Year Round (estas dos últimas editadas por Charles Dickens).

Las mujeres tuvieron «en todo este mundo oscuro una válvula de escape, una forma de reflejar de manera metafórica muchos miedos, de representar el enclaustramiento social en el que estaban encerradas», explica Ana González-Rivas, profesora de literatura inglesa de la Universidad Autónoma de Madrid.

Leidísimas en su época, a alguna le falta ahora hasta foto en Wikipedia, por eso Impedimenta rescata a 20 de ellas (algunas clásicas) en su libro Damas oscuras. Cuentos de fantasmas de escritoras victorianas eminentes. ¿Qué tuvo el female gothic que las hizo reinas de lo oscuro? Y, sobre todo, ¿cómo se apañaban para escribir? ¿Qué elementos biográficos jugaron a favor de su creatividad?

La literatura, ya lo dice González-Rivas, era algo «absolutamente secundario para ellas». Elizabeth Barrett Browning, aunque no aparezca recogida en este volumen, es un caso paradigmático de resistencia: «desde pequeña destacó mucho en literatura y lenguas clásicas, pero tuvo un accidente a los 12 años que la mantuvo postrada en la cama durante un largo tiempo», cuenta esta experta en literatura victoriana.

«Muchos estudiosos dicen que gran parte de eso podía tener un componente histérico» y que, por lo tanto, «podía haber parte de estrategia, aunque fuera inconsciente», ya que «al estar en la cama se libraba de hacer tareas domésticas y de casarse y podía dedicarse a escribir y a leer».

No todas las autoras quedaron encamadas. Charlotte Brontë, Elizabeth Gaskell, Dinah Mulock (Mrs. Craik), Catherine Crowe, Mary Elizabeth Braddon, Rosa Mulholland, Amelia B. Edwards, Rhoda Broughton, Mrs. Henry Wood, Vernon Lee, Charlotte Riddell, Margaret Oliphant, Lanoe Falconer, Louisa Baldwin, Violet Hunt, Mary Cholmondeley, Ella D’Arcy, Gertrude Atherton, Willa Cather y Mary E. Wilkins (Freeman) son las 20 presentes en esta hermosa antología de relatos de terror (contiene incluso un recortable de una muñeca diabólica). Entre ellas hay rasgos biográficos comunes que, de una manera u otra, les permitieron escribir, incluso sin disponer de 500 libras al año.

Sin marido ni hijos a los que atender: spinster

Vivir al margen les afectaba muchísimo «socialmente», porque «en el XIX una mujer tenía que casarse, si no era una spinster» (solterona). Es el caso de Catherine Crowe, Amelia B. Edwards (egiptóloga, además), Willa Cather, Violet Hunt, Lanoe Falconer, Mary Cholmondeley, Vernon Lee o Roda Broughton.

Margaret Oliphant (que se casó con su primo) enviudó pronto y Charlotte Brontë llegó a casarse en 1854, poco antes de su muerte, con Arthur Bell Nicholls, el cuarto hombre que le propuso matrimonio y a la vez coadjutor de su padre. Toda su obra la escribió de soltera.

El papel de la mujer, además, «era tener hijos»

«Pero para muchas era la literatura y el mundo intelectual lo que daba el sentido a sus vidas y no les preocupó, o bien optaron por cargar con esa lacra antes de sacrificar su carrera literaria», explica González-Rivas. Parece fácil, pero en la época suponía todo un sacrificio y en ocasiones derivaba en el aislamiento.

Algunas se arriesgaron y pagaron caro por ello. Sirva de ejemplo la atípica biografía de Catherine Crowe, que figura en Damas oscuras con su cuento Junto al fuego.

En 1838 consigue separarse de su esposo y es entonces, con 35 años, cuando comienza a escribir. Roger Clarke se acuerda de ella en La historia de los fantasmas: 500 años buscando pruebas (Siruela, 2016) a la hora de repasar los casos fantasmales y paranormales que experimentaron diversos personajes a lo largo de la historia.

De Catherine Crowe dice que «era todo un personaje». «Había trabado amistad con delincuentes, como Thomas de Quincey, y tal vez tuviese una adicción a las drogas, que le valió una fuerte censura por parte de Hans Christian Andersen», quien «la describe inhalando éter de fiesta con otra mujer y habla de la sensación de estar con dos mujeres enloquecidas: sonreían con una mirada muerta en los ojos abiertos de par en par…».

Dickens, en un principio su admirador, no la deja mucho mejor. También según Clarke, en una carta dirigida al reverendo James White fechada el 7 de marzo de 1854, decía que estaba «completamente ida». Le cuenta a su interlocutor cómo «la encontraron desnuda deambulando por Edimburgo, al parecer perturbada por unos espíritus». Poco después Crowe desapareció de la escena y «Dickens utilizó el caso para ilustrar los peligros de las investigaciones del espiritismo».

Malditos pero alabados unos escritores; maldecidas y olvidadas otras. Crowe investigó sobre los fantasmas en The Night Side of Nature (La cara oculta de la naturaleza), un «superventas que llegó a las dieciocho ediciones en seis años y se distinguió por introducir en la lengua inglesa el término poltergeist», sin embargo, ni el éxito ni la fama le aportaron felicidad o respetabilidad. Los comentarios de sus colegas varones no ayudaron a ello. Suele ocurrir, según González-Rivas: «la imagen que tenemos de ellas nos viene en algunos casos mediatizadas por la perspectiva de los hombres».

Amigas, conocidas y novias: sororidad

Entre las 20 vidas que esta antología recoge existen diversas afinidades, pero en un mundo de hombres hay quien prefirió rodearse de mujeres tanto en el plano amistoso como en el sexual. A Vernon Lee (su cuento es La aventura de Winthrop), por ejemplo, no se le conoció oficialmente ninguna relación, pero sí que tenía, según el escritor Jorge Ordaz, cultes, esto es, «jóvenes admiradoras» que habitualmente la rondaban.

Sentimentalmente se la relaciona con Mary Robinson, Kit Anstruther-Thomson o Amy Levy (que le escribió el poema To Vernon Lee), y, aunque despertaba simpatías entre sus colegas hombres por su brillante conversación y gran obra, con algunos terminó muy mal, precisamente por su acusado carácter, algo casi prohibido en una mujer. Javier Marías cita en su libro Vidas escritas lo que el hermano del escritor Henry James, el filósofo William James, sobre ella:

«Es tan peligrosa y extraña como inteligente, lo cual equivale a decir muchísimo. El vigor y envergadura de su intelecto son de lo más infrecuente, y su conversación, absolutamente superior. Pero sé moderado en materia de amistad, ¡es una gata montesa!».

También se dice que la autora Charlotte Mew se enamoró de Ella D’Arcy, que está presente en el libro de Impedimenta con Villa Lucienne (hay más sobre esta relación en A New Matrix for Modernism: A Study of the Lives and Poetry of Charlotte Mew & Anna Wickham, un trabajo de Nelljean McConeghey Rice); pero lo que es seguro es que Willa Cather fue lesbiana, aunque lo realmente remarcable es que en 1923 ganó el Premio Pullitzer por su novela Uno de los nuestros. En Damas oscuras aparece como una de las escritoras más contemporáneas con su relato El caso de la estación de Grover.

El poder (y la necesidad) de los pseudónimos

Charlotte Brontë, Charlotte Riddell (en 1854 publica su primera obra, The Moors and the Fens, y en el 64 abandona el pseudónimo), Mary Elizabeth Hawker (Lanoe Falconer), Elizabeth Gaskell (publicó su primera obra anónimamente, como Mary Shelley hizo con su Frankenstein), Vernon Lee, Mrs. Henry Wood (Ellen Wood, que firmó toda su obra bajo su nombre de casada). Todas ellas usaron pseudónimos en un determinado momento de su carrera o bien hasta sus últimos días.

Algunas lo hicieron porque «querían que se las tomase en serio» y «un nombre femenino siempre iba a estar vinculado a una literatura mucho más ligera, a romances más de pasada» o puede que a «un best seller mucho más de consumo, pero no de peso». «Están queriendo burlar las normas de la edición al pretender ser consideradas igual que los hombres», zanja González-Rivas.

Pasando por el aro: la novela como género

«La narrativa», a diferencia de géneros de más alta consideración como la poesía, «era el género más fácil para una mujer», apunta Virginia Woolf en su ensayo ya citado. ¿Por qué? Fácil: «la novela puede ser abandonada y continuada más fácilmente que una obra teatral o un poema». «La mujer vivía en la sala de uso común, rodeada de gente, estaba habituada a aplicar su mente a la observación y al análisis de los caracteres. Estaba preparada para ser novelista, no para ser poeta».

Y a Dios gracias. Viene al hilo el caso de dos poetas: Barrett Browning (de cuya horizontal vida ya sabemos) y Emily Dickinson, que escribía por las noches para no ser importunada por ninguna tarea propia del ángel del hogar que las mujeres, forzosamente, eran.

El poder subversivo del female gothic

«Si hay una temática que te permite subvertir roles, esa es la literatura gótica», asegura González-Rivas, experta en textos de esta índole. En sus grandes obras ya se aprecia cierto desafío hacia las estructuras del sistema patriarcal (Ruth, de Elizabeth Gaskell y Jane Eyre, de Brontë son solo dos ejemplos), «pero es en los cuentos donde se permiten experimentar más y otorgarle a la mujer la justicia que reclama», señalan los editores en la introducción del libro.

La venganza es dulce y nada tenue: estas autoras optan en sus cuentos de terror por protagonistas varones, principalmente. Los acorralan, los aprisionan, los matan del susto, y hasta con cierto humor (Charlotte Brontë se atreve con Napoleón en su cuento).

Ellos quedan en una situación vulnerable: desprovistos y absurdos, similar a la agitación, la histeria y los desmayos que las mujeres victorianas acostumbraban a lucir en la literatura (recordemos a la señora Bennet, la madre de las hermanas de Orgullo y prejuicio, siempre al borde del desvanecimiento). Así, el gótico se convierte en un mecanismo de empoderamiento.

Un particular interés por el más allá

González-Rivas no ve en el género gótico una «imposición», sino más bien «una opción personal» de estas autoras. «Tal vez algunas de ellas se sintieron interesadas por el componente espiritual que podían tener algunos textos de la literatura gótica».

La sociedad británica en su conjunto las acompañaba: «la gente estaba muy cansada de todo el racionalismo del periodo anterior y todo lo que tiene que ver con la oscuridad, lo irracional y lo prohibido daba mucho morbo».

Los miedos victorianos y el auge del psicoanálisis

A finales del XIX surgen una serie de miedos que se incorporan a la literatura gótica y les proporciona material. Son, en conjunto, «potenciales amenazas sociales» que están presentes en el gótico, ya sea de forma explícita o metafórica. En un primer momento del género es lo de fuera lo que nos aterra: la posible existencia de los dobles (Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson; El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde), las casas encantadas (muy presentes en estos relatos), un repunte del espiritismo…

Sin embargo, el avance de este tipo de narrativa coincidió con el auge del psicoanálisis: «el fantasma del castillo medieval da paso a un espectro mucho más cercano al mundo lector moderno» y tememos «descubrir lo que uno tiene dentro de sí mismo».

«Lo más terrible es lo que puede ocurrir en su mente», explica la profesora. No es, por lo tanto, casualidad que muchas de estas autoras se caractericen por dibujar un hondo perfil psicológico de sus personales e indagar en su subconsciente, en todo lo que nos aterroriza y acabamos reprimiendo.

Ahí está la homosexualidad, está el sexo y está, claro, la New Woman, ideal feminista de finales del siglo XIX secundado activamente por muchas de estas autoras.

Isabel Bellido, Yorokobu