Río incurable
y a las cavilaciones estas sienes:
penas que vas, cavilación que vienes
como el mar de la playa a las arenas.Como el mar de la playa a las arenas,
voy en este naufragio de vaivenes,
por una noche oscura de sartenes
redondas, pobres, tristes y morenas.
Nadie me salvará de este naufragio
si no es tu amor, la tabla que procuro,
si no es tu voz, el norte que pretendo.
Eludiendo por eso el mal presagio
de que ni en ti siquiera habré seguro,
voy entre pena y pena sonriendo.
Miguel Hernández.
Quien pensó lo más profundo
Este ama lo más vivo.
Sócrates.
Jorge Alemán es un pensador, pero no de esos que calculan, enumeran, cuantifican avanzan y progresan. Su pensamiento no se subyuga a la tiranía del pensamiento lógico racional que tiende a la univocidad del sentido ,su pensamiento es un pensamiento que piensa, que se sitúa en la pobreza de su esencia provisional, que retorna sobre sí mismo y retrocede sobre lo que está todavía por pensar.
Pensador de un pensar profundo, de eso que da que pensar, eso que se repliega y que rehúsa al advenimiento, eso que remite a todo lo que en nosotros va más allá de nosotros y concierne a lo más íntimo de cada uno.
Alemán se atreve a pensar lo impensado; siguiendo a Paul Celan: Disco, constelado de/previsiones, /lánzate/fuera de ti… realiza ese lanzamiento que solo es posible liberando a la lengua de la cautividad de sus palabras encráticas; de esas constelaciones de previsiones, de preceptos, conceptos y mandatos; de la servidumbre significante, de las significaciones univocas y cerradas. Lanzamiento más allá de nosotros que requiere habitar poéticamente la lengua, poetizar la existencia.
Quienes hemos tenido la fortuna de escuchar y leer a Jorge Alemán, sabemos que en su palabra y en su escritura el abismo entre el pensar y el poetizar se resuelve en un pensamiento poético y en un poetizar cuyo decir busca hueco en el pensar, podríamos decir una poesía que piensa. En el caso de Alemán, como en el de los grandes pensadores y poetas, pensamiento y poesía se copertenecen, se funden.
Sus escritos y ensayos psicoanalíticos, filosóficos y políticos, se mueven en la fragosidad de las fronteras, trascienden las cadenas conceptuales, cuestionan la continuidad y uniformidad del mundo, abren los contornos de lo pensable y lo impensable. Palabras, escritos donde se despliega, siguiendo las sendas del poetizar, ese pensamiento que piensa. Palabras que se aproximan a ese lugar no pensado todavía y que da que pensar, a eso que es digno de ser pensado, a ese centro vacío-eso que Derrida denomina textualidad- ese resto innombrable que no es ausencia que pueda dialectizarse como presencia. Resto, afuera y adentro, que convoca y excede a la escritura. Insoslayable, insondable centro donde las aguas de un RÍO INCURABLE suenan y al que solo podemos adentrarnos con la palabra poética.
Jorge Alemán siempre ha estado al acecho, atento a lo no pensado que late en lo ya pensado. Sabedor de que la razón y el conocimiento son enemigos encarnizados del pensamiento, de que solo podemos acceder a eso que se oculta en lo ya pensado si salimos del imperialismo del pensamiento lógico y racional y nos instalamos en un no saber. «No saber» título del poemario que público Alemán en 2008;»No saber» que permite al pensador y al poeta ir más allá de la pregunta por el sentido del ser. Un no saber desde donde poder escuchar las aguas del río, donde ya se anticipa el miedo del río.
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.. Ahora lo sabe
En su robusto jardín
Bajo los calmos algarrobos
Florece el miedo del río…
Poemario que finaliza con la pregunta acerca de la escritura:
¿Y por qué escribe así…?
No puedo escribir
la palabra llega siempre rota
Palabras rotas que en las manos del poeta se abren a la oquedad de los cielos, multiplican sus significados e incluso llegan a significar más, a significar demás y por eso nos hacen pensar y sentir más y demás. Palabras rotas pero irreemplazables, en los poemas de Alemán se adivina un ejercicio de reflexión vertiginoso, lo escrito solo puede ser dicho con esas palabras, cada palabra es exacta -como diría Gadamer- pues cae en su preciso lugar para que, en esa concatenación sonoro-semántica, el silencio diga, resuene el eterno murmullo de las aguas, lo indecible del poema, eso que lleva al poema a su decir.
No puedo escribir, pero Jorge Alemán escribe sabiendo que entre la partida y la llegada la única aventura posible es el naufragio, que todo se resuelve en la imposibilidad. Recoge pecios del naufragio de las palabras, aún sabiendo que no hay salvación, que escribir siempre es perder, como diría C. Lispector cómo nombrar, si solo acierto cuando callo.
En sus escritos anticipa, siente que hay que abandonar el continente, esas realidades aprisionadas en un vocabulario tan estrecho; romper con la mathesis cartesiana, los consensos, asolar las crueles certezas que nos ponen a salvo de la contingencia y el vacío y dejar que aflore el azar de la existencia y la oscuridad de la noche.
……habíamos abandonado
el continente aunque siguiéramos caminando
por sus calles
Se aproxima y contornea ese incurable vacío que nuclea la existencia, ese vacío donde las palabras exhaustas desfallecen. Quiere hendir las palabras, para escucharlas. Nos dice: solo trato de escuchar y mirar las palabras que en el habla común se perciben como aristas que abren acantilados y se dejan atravesar por un río incurable de sonidos. Escarpa las palabras para dejar hablar a la lengua, consigue que el poema —como nos decía Agamben— permita que el lenguaje se comunique a sí mismo sin que quede inexpresado en lo que es dicho. Como si de una cuerda se tratase, halando la lengua, el poeta la lleva hacia el límite para que así suene y diga.
Alemán, en «RÍO INCURABLE” su último poemario, en un gesto de coraje, en ese soplo más rilkeano, abandona el robusto jardín, los calmos algarrobos, deja que una pena fluvial, un río incurable se abra paso por sus venas y avanza hacia lo abierto, ese lugar donde un impúdico viento primigenio aventará las palabras hacia el silencio. Un viento, que como el mar no es lugar, que es tan solo tiempo. Un viento que nada quiere saber de nombres, oscuro viento primigenio, anterior a toda la carne del mundo. Imposible cifrar ese azaroso y cruel viento que anticipa el dolor que entre hombres y mujeres crece como un remolino asustado y sin sentido. Indescifrables viento, mar y tiempo a los que pertenecemos.
Escribe desde la fractura, con esas palabras insuficientes, acendradas palabras que siempre llegan rotas. Palabras exentas, letras flotando como ínsulas extrañas en las acullantes aguas del río, ese río que caprichosamente escribe poemas que también se van borrando en su discurrir para de nuevo aparecer.
«RÍO INCURABLE»; poemas, prosa poética, remansos donde detenernos o vendaval al que abandonarnos en esa corriente caudalosa de palabras. Palabras, versos que se aprietan para ahuyentar el vértigo y el sismo del silencio en una proximidad donde apenas respiramos. Palabras que se refugian en la página en un intento baldío de suturar la herida, de tejer esa red que nos sostenga y nos haga de nuevo sentir algo de aquel jardín, de aquel suelo firme. Palabras arremolinadas en cardúmenes para conjurar el horror que supone las la sobreabundancia de lo real, el caos, lo informe y la nada. Palabras para evitar el desastre —como lo entiende Blanchot— eso que está fuera de los astros, fuera de la luz solar que todo lo ilumina lo dice y lo hace ver. Desastre que desescribe lo escrito del lenguaje, que trae a la presencia lo inestable, desastre que arruina las identidades, desastre que recoge todos los desperdicios que la lengua arroja para poder comunicar. Desastre como ese naufragio mallarmeano.
Embozados en medrosas palabras naufragamos por ese río que no cesa. Una pena fluvial, un error insistente, una infinita lastimadura, una herida incurable la de este poemario, la de este invicto río donde los sauces y los tilos lloran, donde las azules endrinas apenas nos cobijan y donde a veces fugazmente alcanzamos la ribera, pero siempre hallamos barrancos, barrancos de tristeza donde nos despeñamos de nuevo a merced del río.
Uno tras otro cada poema sin puntuación final-en ese corte abrupto, en esa súbita interrupción sin aviso —nos abisma, nos despeña por el blanco de la página, nos aproxima al umbral de una perpetua ausencia, nos precipita al vacío, al borde de una orilla sin delimitar; pero como si de Chahrazad-la tejedora nocturna de palabras— se tratase el poeta continua escribiendo y otra página nos aguarda, nos ampara del viento y la soledad en este descenso, en este bogar al arbitrio del río.
Agarrate con todo a la cuerda/no la sueltes/aún
en el estampido de la noche/aguantá/no dejés
el remo en el torbellino/quedate del lado del libro
que nos queda por sentir/aguantá el tirón/amigo
querido
Pero el libro siempre está amenazado por el sinsentido, por la nada, por el estampido de la noche. Aunque quisiéramos quedarnos del lado del libro, de la forma libro, amarrarnos a la cuerda del sentido, hacer de la ausencia que late en este río una presencia plena, de las palabras rotas del poeta palabras plenas; hacer una lectura monosémica de «RÍO INCURABLE», Alemán no nos lo permite pues una ausencia radical avanza sinuosamente entre las líneas, entre los versos; por más que las palabras se busquen y se agolpen unas sobre otras, el silencio resuena en los acantilados, en los desniveles y vacíos que interrumpen la continuidad del cauce del sentido.
Requiere este último poemario de Jorge Alemán de un lector que se deje tocar por lo extraño que habita en lo familiar, que soporte el vértigo de caminar al borde de un acantilado, perderse por meandros y abismarse. Un lector dispuesto a leer aquello que se instala en la apertura intrínseca del libro, a leer por fuera de toda tentativa de totalización y de unidad, hacer una lectura seminal. Lector capaz de soportar lo que es inexorablemente ilegible en el libro, lo inapropiable del libro. Pero como el propio poeta, nosotros los lectores, necesitamos de ese abrazo del poema XLVIII:
Abrázame que esta no es una corriente como otras
Buscamos el abrazo, el nombre, ese rumbo hacia poniente. Un áncora que nos salve, una cifra donde hallarnos. Cifra que buscamos en el cuerpo del amor, en esa carne ardiente que nos arranque la muerte de los huesos; pero no hay trato fluvial posible siempre nos topamos con la imposibilidad del amor, la imposibilidad del decir; aunque a veces…./por azar/se encontró con un cuerpo que llevaba poesía en sus pechos/
Desesperadamente queremos decir, pero todo es fallido. Lo incurable del río, lo imposible del río es el no poder enraizarnos en su lecho; la corriente y el viento obstinadamente nos empujan a la mar. Si al menos pudiésemos descansar en la cicatriz del Padre.
Alemán siente ese viento anónimo y sin verdad que nos empuja a la noche y al silencio y nos lanza una cuerda trenzada de palabras, labios y estíos. Como Ulises necesitamos amarrarnos a esa cordada que detenga la mordedura del tiempo, que nos ayude a desafiar esa caída continua que es la vida y es la muerte.
Nos invita el poeta a agarrarnos, agárrate con todo a la cuerda, a quedarnos del lado del libro; pero el río nos arrastra, nos empuja hace de nosotros perdidos náufragos sin maderos a los que asirnos. Altazores aferrados a estrellas apagadas, sin mástiles, ni islotes en lontananza, y así vamos en un naufragio de vaivenes por una noche oscura de sartenes redondas, pobres, tristes y morenas, buscando en las estancias de la carne procelosos muslos donde anclarnos, soñando cinturas de arena donde danzar y dulces humedades femeninas donde calmar la sed.
Pero ni siquiera la carne de la amada detendrá el naufragio de estos desvaídos nadadores, penitentes nadadores, incansables nadadores eternamente interrogando a las palabras y a la carne. Nadadores, náufragos, pacientes pescadores de nada, pero tal vez como dice J. Valente cuando ya no nos queda nada/el vacío de no quedar/podría ser al cabo inútil y perfecto y en ese vacío pudiéramos encontrar asilo.
No hay que pensar en el amor, pero desde la profundidad del río, en el limo donde nuestros sueños reverberan, escuchamos la llamada en el melodioso canto de mansas Náyades, un canto que dibuja en el agua nuestro nombre.
El río navega a través de nosotros, llena nuestras venas de existencia; un llanto fluvial incurable, infinito nos atraviesa. En este itinerario fluvial, en este vaivén de aguas abrazados a redes de viento a veces florecemos, por un instante nos creemos nenúfares enraizados en suelo firme, acuáticos lirios habitantes de la quietud de los lagos; otras veces delfinados saltarines nos enredamos y serpenteamos en locos y voraces remolinos y otras veces nos demoramos en remansos donde soñamos otros ríos.
Pero vamos cayendo, cayendo mientras Padre pescaba nada en la ausencia del Dorado sin línea y ungidos de luna sentimos la ebriedad del vértigo y el temor al olvido. Contemplamos la costanera de sauces y tristeza donde los juncos tiemblan, donde sentimos la inanidad de la existencia y queremos un anzuelo que nos retenga, un áncora, un rostro que nos salve, Padre es Uno que nada para salvar el honor de la tarde de anzuelos. Al menos un poema, pero no hay poema que nos salve, ni siquiera esos que se aproximan al cuerpo del amor, pues ya se sabe al fin que el fuego que nos abrazaba era sólo humo escondiendo el abismo.
Por momentos remontamos la corriente ebrios de luz y de nostalgia, pero terca y enconadamente el viento recio y la corriente fluvial nos arrastran a esa boca ancha y profunda, a ese estuario donde las aguas confluyen. Pluviales aguas dulces y lágrimas salinas, aguas donde nos borramos en lo ilimitado, donde nos hallamos en la totalidad de lo abierto.
Pero el río es eterno, siempre retorna y en cada recodo, en cada remanso renace un hálito de infinito y un nuevo comienzo. Nuevo comienzo al que Alemán dirige su poemario, sus aguas: A Leonardo, un nuevo comienzo
El río nos pertenece, nos aguarda, nos ignora. Inconmovible río, impío río, no hay más voluntad que la suya. Como la sombra de Zaratustra buscamos nuestro hogar, nos aferramos a todo lo que es riguroso y sólido, pero todo esfuerzo es baldío. El río se niega, no hay señuelo al que se entregué, en el anzuelo tan solo vacío. Y el gesto melancólico e impotente de la escritura, queriendo detener la corriente del río.
Nuestra existencia es tránsito, nuestro ser es pasar, navegar, naufragar por las aguas de ese río incurable donde solo cabe la errancia, la búsqueda, la pérdida y la ausencia. Nuestra existencia es ir cayendo enamorados en la cifra del caer, donde esperamos el tiempo de la salvación, donde esperamos al menos unas manos cóncavas que nos recojan; pero nos aguarda la concavidad de una urna de soledad, mar y tiempo.
Jorge Alemán nos regala con su «RÍO INCURABLE» cierta pausa del golpe en la caída, una carta de amor; nos regala ese canto cierto, esas palabras para ampararnos del viento, o más aún —entre tantas palabras otoñales que en su ocaso cantan y callan— la posibilidad de hallar aquella palabra que aún custodie el comienzo del silencio/dónde vi caer la lluvia sobre el mar y entonces tal vez el céfiro viento esparza nuestros cabellos sobre las aguas y columbremos el Rostro soñado tantas veces. Tal vez sea el Rostro del Padre, ese que nos nombraba y nos hacía subir al borde sin orilla o tal vez sea un Rostro anterior a toda palabra dicha, aquel que la extinta lluvia dibujada en la humedad salina del mar y tal vez, brezados de mar, escuchemos la llamada de las sirenas desde esa ribera alfombrada con los viejos, desgastados y blancos huesos de nuestros muertos. Riberas, mares donde el tiempo descansa, donde ceso la lluvia y el viento y donde tal vez hallemos la sagrada cifra donde ser, esa que el poeta busca entrando en el cuerpo de amada, en ese cuerpo que llevaba poesía en sus pechos, esa cifra que busca donde el poema hace su fiesta, esa cifra del caer donde espera el tiempo de su salvación, esa cifra de la que se enamora mientras el hijo cae/se derrumba en la verdad de los remolinos voraces del río».
Elisa Freijoo. Enero 2018